El confeccionista.

“¿A un día de verano compararte?” 
—William Shakespeare.

Se me inculpa, a menudo, de no haber sido provista de aquella —impropiamente designada— “energía femenina”, como si esta tuviese alguna clase de interconexión o correlación con el cromosoma, que, a decir verdad, no es más —dicho con reflexión— que un prejuicio vil que reduce el potencial o las posibilidades de la mujer y que, con el devenir del tiempo, se ha develado marchito en su propia naturaleza, en la misma medida que aquel idiotismo que asevera que las rosas también mueren en primavera. Pues es bien sabido que la falacia, por sí misma, no puede sostenerse a largo plazo sin ser, finalmente, reencontrada por la verdad. 

Éstas, tornan a florecer, de modo inesperado.

En el marco de la tarde, tras vislumbrar en el recibidor del aeropuerto a una joven afuerina, me había cuestionado a mí misma cómo habría sido yo: cómo me habría conducido, qué términos, qué palabras, qué frases habría delimitado como mis favoritas si hubiese sido nativa de algún área adyacente a Mesoamérica.
¿Habría sido un poco más femenina, inferiormente combativa? ¿Habría requerido ampararme, deslucir el vocabulario y elevar mi voz?

¿Habría erigido la beldad inasible del poema inglés, en el que, tan solo al asomarse a los primeros dos cuartetos, se daba lugar a un perfume tan cautivador, que el artífice sevillano —acreditado como “la mejor nariz del mundo”— hubiese, naturalmente, codiciado entre sus concepciones más formidables?

Los sonetos preferidos de mi madre no los pude haber elaborado yo. Mi modo, inclusive de hablar, era la opción más asequible para sobrevivir a mi entorno. ¿Tenía yo alguna otra alternativa en un paraje como el mío, donde los homicidios contra las mujeres acontecían reiteradamente y prevalecían impunes?

Por ello, Juana de Asbaje, quizá resistiendo a análogo posicionamiento, escribió en sus versos que repican hodiernos:
“Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco,
al niño que pone el coco
y luego le tiene miedo.”

He deducido, incluso en mi inocencia, que, del mismo modo que aquellos factores orgánicos ya conocidos, el hombre —sin tener conocimiento de ello— ha confeccionado y diseñado, según la teoría epigenética, los cuerpos de las mujeres. Ha modificado la fisonomía femenina a su banalidad y capricho, limitando sus intervenciones y sus dones, disipando y, al mismo tiempo, enardeciendo determinados genes, como si fuesen vestiduras espléndidamente apropiadas para sí mismos.

No obstante, contrariamente a sus delicados pliegues vocales, en la fémina subyace una reiterada X que, de manera casi imperceptible, permanece hercúlea y robusta, en contravención de aquello que se nos ha presentado, de forma arbitraria, como “sexo débil”; pues, al ostentar menor envergadura corporal, alcanza una longevidad mayor y una resistencia más sigilosa. 

Aquella noche, como consecuencia de lo anteriormente referido, sentada al piano, me pregunté:
¿Cuál habría sido mi lenguaje de no haber sido la palabra?

Thomas Hardy profirió, otrora: “Es complejo para una mujer precisar sus sentimientos en un idioma constituido primordialmente por hombres.”

Pensaba que, si una deseaba ser terriblemente elocuente, no debía emplear en ocasión alguna la palabra si esta no estaba adjunta a la ejecución. Consideraba que todo idioma, incluyendo aquellos que comprendían las lenguas romances, se presentaba inconcluso. El diccionario era, de manera similar, una indumentaria que no ceñía mi figura.

En tanto reanudaba la lectura de la partitura, rememoré que mi modo de verbalizar era a través del mutismo, de acerrojar la boca; que yo era la rosa destinada a ser interrumpida antes de florecer absolutamente. Debía mantenerme especialmente discreta. Era necesario hacerlo si quería lucir encantadora. Había sido adoctrinada para ello. Era un botón que no desprendía fragancia.

Sin embargo, no por ello permanecía quieta: instauraba en mi propia garganta una potencia que mis cavidades y estructuras no habrían conseguido sino a través de la acción de mis dedos. Existía, o al menos hallaba el modo de hacerlo, pues, de modo apenas misterioso, me percaté de que lograba comunicarme con el ánima de aquellos políglotas y politólogos. Era una mariposa que revoloteaba, dócil, bajo las aguas quietas de un lago azur.


 

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